Cuando todo empezó, me resultó más fácil negarlo, incluso ignorarlo. Frente a mis ojos se sucedían mil imágenes y datos que corroboraban que pronto, la pandemia tocaría mi tierra. Y cuando llegó hice lo que todos: Me doblegue sumisa a obedecer y aislarme, para no perecer ante mi injustificada obstinación de seguir como si nada pasara.

Después me escondía de los míos, para no mostrarles mi vulnerabilidad en toda su expresión: no podía fallarles en esta circunstancia. Me percibían fuerte, incluso algunas veces arrogantemente valiente. Sin embargo, muchas noches me descubrí temblando de miedo: a perderles, a sumarme a los ausentes, a la incertidumbre de no saber que pasaría un día después.

Al principio el propio miedo casi cortaba mi respiración. Con los días renuncie a evitarlo y lo deje cubrirme en toda su extensión. Dejé que tocará cada célula de mi cuerpo, cual si fuera el propio virus, y me deje ir. Y entonces sucedió: mi respiración agitada comenzó a suavizarse, casi hasta detenerse.

Me permití escuchar a la ciudad dormida, apacible, casi silenciosa. Sin darme cuenta, me dormí. Al día siguiente los sonidos de las aves junto al ventanal me despertaron. «Prepararé un pan para los chicos, seguro les gustará». El olor mismo les despertó. A mí también. De ese letargo paréntesis de miedo. Ahora sé que sólo buscaba alertarme, no esclavizarme. Lo comprendí entonces, y sólo entonces, dí paso a la aceptación para que pudiese llegar su eterna compañera: la esperanza.